Después de una crisis iniciada en 2002 y de una ronda de negociaciones que duró 20 meses, las potencias mundiales, reunidas en el grupo P5+1, e Irán anunciaron, el 14 de julio en Viena, un acuerdo sobre el programa nuclear de Teherán.
Para los arquitectos de la iniciativa, incluido el presidente Barack Obama, se trata de un momento histórico y un paso para evitar la guerra. Para sus críticos, entre ellos el Primer Ministro Benyamin Netanayahu, un error de proporciones catastróficas, responsable de fortalecer a un país que defiende la destrucción de Israel y patrocina a grupos terroristas.
Tan pronto como se anunció el acuerdo, comenzó una batalla política con el Congreso norteamericano como escenario. El presidente Obama, consciente de la polémica en torno a la estrategia, accedió a buscar la aprobación de senadores y representantes para el acuerdo, en un cálculo arriesgado. Ambas cámaras legislativas cuentan actualmente con mayoría de la oposición, y la Casa Blanca espera contar con los votos republicanos para aprobar el acuerdo y compensar la pérdida de apoyo entre algunos parlamentarios demócratas.
La votación debería tener lugar el 17 de septiembre, final del plazo de 60 días que tiene el Congreso para estudiar el acuerdo. Hasta la decisión, un intenso movimiento político produjo un claro choque entre el presidente Obama y los opositores al acuerdo, encabezados por Netanyahu y los parlamentarios republicanos.
En el ojo de la tormenta, un documento de más de 150 páginas, conocido como Acuerdo de Viena y elaborado en interminables y tensas negociaciones entre el régimen teocrático iraní y el P5+1, formado por Estados Unidos, China, Rusia, Francia, Reino Unido y Alemania.
La premisa básica del acuerdo se basa en la idea de que Irán abandone sus ambiciones nucleares a cambio del fin de las sanciones económicas internacionales, responsables de asfixiar la economía del país en los últimos años. El desempleo alcanza una tasa del 20% y la industria petrolera, por ejemplo, se enfrenta al desguace debido a la dificultad para importar tecnologías más modernas.
Con una bomba atómica, el régimen de Teherán se convertiría en una amenaza mayor no sólo para Israel, cuya destrucción predica abiertamente. Los países árabes suníes también están envueltos en una disputa con el Irán chií por el liderazgo en el mundo musulmán y por la hegemonía en el Golfo Pérsico, un punto vital para el flujo de producción petrolera en la región y, por tanto, crucial para la economía global. Frenar las ambiciones nucleares iraníes también surge como una señal importante para impulsar políticas globales de no proliferación de armas atómicas.
Tales amenazas llevaron a la formación de una coalición entre potencias globales, con el objetivo de presionar al gobierno de los ayatolás. Sin embargo, en el grupo también se evidenciaron diferentes estrategias, ya que Rusia y China defendieron una línea de confrontación más moderada con Irán, pues temen al país con armas nucleares, pero no quieren comprometer la relación comercial existente con Teherán.
El liderazgo del P5+1, a pesar de las diferencias, recayó en Estados Unidos, que no ha tenido relaciones diplomáticas con Irán desde la Revolución Islámica de 1979, que depuso al sha Reza Pahlevi y llevó al poder al ayatolá Jomeini. Y Barack Obama, en la recta final de su segundo mandato, eligió como una de sus prioridades el logro de nuevas relaciones con sus históricos adversarios, Cuba e Irán: el histórico acuerdo con los hermanos Castro llegó en diciembre. Quedaba el intrincado tema nuclear.
Al tratar de escribir su legado en el ámbito diplomático, Obama contaba con dejar su huella como el presidente que puso fin a la guerra de Irak. Pero el surgimiento del Estado Islámico descarriló la estrategia de la Casa Blanca. Cuba e Irán se han vuelto más prominentes en la agenda de Washington, lo que se ha hecho evidente en los últimos seis meses.
Obama también pretende inscribir en los anales de la Casa Blanca la idea de que él fue el presidente responsable de trasladar el “pivote” de la política exterior de su país de Oriente Medio a Asia. En la jerga diplomática, la expresión se refiere al foco principal, a recibir más atención por parte de los estrategas del Departamento de Estado y del Pentágono.
La idea de cambiar el “pivote” permeó en varias administraciones anteriores. Sin embargo, fue con Hillary Clinton al frente de la diplomacia estadounidense, durante el primer mandato de Obama, cuando la idea empezó a tomar contornos más concretos. En las últimas décadas, debido al terrorismo y al petróleo, Oriente Medio se ha convertido en un foco privilegiado. El meteórico ascenso de China y el dinamismo de economías como India e Indonesia, entre otras, llevaron a la Casa Blanca a intentar acelerar el traslado del “pivote” a localizaciones asiáticas.
La lógica de la Casa Blanca es la siguiente: transformar Asia en una prioridad para las acciones diplomáticas, comerciales y militares de Estados Unidos implica reducir su presencia en Medio Oriente, con el fin de drenar recursos para la acción en el nuevo “pivote”. El presidente Obama también cree que una mejora en las relaciones con Irán es esencial para reducir las tensiones en la región y permitir que la Casa Blanca desvíe recursos políticos y militares hacia Asia.
Con esta lógica, Obama se convirtió en el primer líder norteamericano, desde 1979, en tener contacto directo con un líder iraní. Habló por teléfono con el presidente de Irán, Hassan Rouhani, en 2013. Y puso la tarea de liderar las espinosas negociaciones en manos de su secretario de Estado, John Kerry.
El acuerdo de Viena se basó en unos pocos pilares básicos. Uno de ellos es el “tiempo de fuga”, expresión utilizada para describir el tiempo transcurrido entre que Irán decide fabricar la bomba atómica y tener el dispositivo listo. La mayoría de las estimaciones señalan que el régimen teocrático logró montar una infraestructura, con plantas, centrífugas y almacenamiento de uranio, que sitúa al país, si "aprieta el botón para sacar la bomba", a dos o tres meses de su objetivo.
En el acuerdo anunciado el 14 de julio, uno de los puntos es extender el “tiempo de ruptura” a un año. En otras palabras, reducir la infraestructura nuclear del país para dejar un intervalo de doce meses entre que el gobierno de los ayatolás ordene la producción y tenga listas las primeras piezas. En concreto, Irán apuesta por reducir el número de centrifugadoras y renunciar a una parte importante de sus reservas de uranio enriquecido, materia prima de la bomba atómica, enviándolo a un tercer país, probablemente Rusia.
Otro punto básico es el seguimiento del programa nuclear, que será liderado por la Agencia Internacional de Energía Atómica. El régimen de inspección se reforzará, con un mayor acceso de los inspectores y de las cámaras de vídeo a las instalaciones del sistema atómico iraní.
La lógica del acuerdo es la siguiente: si, dentro de los seis meses iniciales de implementación, Irán cumple con el acuerdo, se levantará la parte más significativa de las sanciones económicas. Algunos estudios indican que, con el fin del embargo, el país recibirá una inyección de alrededor de 100 mil millones de dólares, provenientes de inversiones extranjeras y otras fuentes.
Para Obama, sin un acuerdo, Irán se encaminaría inexorablemente hacia la bomba atómica, lo que haría inevitable una guerra en Oriente Medio. El primer ministro Benyamin Netanyahu cuestiona la tesis, califica el acuerdo de “error histórico” y señala el fortalecimiento del régimen de los ayatolás, gracias al fin del aislamiento político y económico. El Gobierno israelí recuerda también los vínculos de Teherán con grupos terroristas como Hezbolá, que actualmente controla, en la práctica, el Líbano, y dispone de miles de cohetes apuntados a suelo israelí.
Junto a los republicanos y con el apoyo del líder de la oposición laborista, Chaim Herzog, Netanyahu lanzó una ofensiva con el objetivo de frenar el acuerdo en el Congreso estadounidense. También movilizó al AIPAC y a políticos demócratas en sus esfuerzos, incluidos algunos pesos pesados del partido, opuestos a la estrategia de Obama con Irán. Entre ellos, el senador Chuck Summer de Nueva York, una de las voces judías más influyentes en el debate político estadounidense.
Por su parte, Obama también está reuniendo apoyos para el choque final, en septiembre. A nivel internacional, obtuvo el apoyo de Arabia Saudita y Egipto, potencias suníes que también ven el papel de Irán en Oriente Medio con desconfianza y miedo. A principios de agosto, la Casa Blanca recibió una carta de apoyo firmada por 29 científicos, entre ellos seis premios Nobel y veteranos en el campo del control de armamentos y el programa nuclear norteamericano.
En Israel, a pesar del rechazo público masivo al acuerdo, algunas voces salieron en defensa de la estrategia de Obama y criticaron las acciones de Netanyahu, como Amy Ayalon, ex jefa del Shin Bet, y Efraim Levy, que comandaba el Mossad.
El Congreso norteamericano, ya contaminado por el inicio de la campaña para la Casa Blanca en 2016, se convirtió en un escenario principal de confrontación del acuerdo de Viena, tras el anuncio del 14 de julio. En la primera votación, para aprobar o no el entendimiento, basta con la mayoría simple, es decir, el 50% más 1 de los votos. Si se rechaza la iniciativa de Obama, el presidente tiene poder para vetar la decisión parlamentaria. Pero el enfrentamiento continúa. Los senadores y diputados pueden anular el veto presidencial, aunque en esta etapa necesitan reunir dos tercios de los votos. En otras palabras, aparecen más batallas políticas en el horizonte de Washington.
Jaime Spitzcovsky, fue editor internacional y corresponsal de Folha de S. Paulo en Moscú y Beijing.